Dolor… y glorias de Almodóvar

Acabando de ver Dolor y Gloria me da la impresión que la atención de la que ha gozado la impresionante «impersonation» (en el sentido inglés de «meterse en la piel, convertirse en, recrear», que va más allá de la simple ‘interpretación» en castellano, como Morgan Freeman en Invictus) de Banderas como el propio Almodóvar ha desenfocado las portentosas actuaciones de Asier Etxeandia y Leonardo Sbaraglia. Menos «universal» que sus mejores películas (¿Que he hecho..? Todo sobre… o Laberinto de…), estamos, como en El Irlandés, ante un «cine de actores,» un pantagruelico banquete de emociones encarnadas, basado en la complicidad y el matiz, y, pese a la rocosa Julieta Serrano (¿quién se atreve a mantener aún que el suyo ha sido un Goya «honorífico»?), un cine de hombres, tan (íntimamente) masculino como un western clásico. Y, ahora que celebramos el centenario de Fellini, con qué delicadeza sobrevuelan la pantalla los fantasmas, gli spiriti, de Eusebio Poncela (¿acaso Zulueta?) y de Chus Lampreave. Y qué brindis tan preciosistamente pictórico, el del semifundido de la escena final del cine dentro del cine, como un homenaje del habitualmente nada humilde director a sus mayores.